Por Miguel Enrique Espeche Para LA NACION
PROBABLEMENTE parezca de cierta incorrección política decir que la salud mental de los argentinos está mejor ahora que tiempo atrás, en épocas menos críticas de la economía nacional. Si la salud anímica de una población se mide por la capacidad de conciencia, la disposición para usar los recursos anímicos, la posibilidad de dar sentido a las dificultades de la vida e, incluso, la vocación de encontrar y ejercer valores trascendentes para vérselas con las catástrofes que parecen acabar con todo, estamos hoy más sanos que antes de la caída de la ilusión primermundista de una parte significativa de la población.
La salud mental de una población no se mide con parámetros contables. Tampoco es fácil encuadrarla y conceptualizarla dentro de esquemas de mero bienestar, ya que, sabemos, no todo placer o ausencia de dolor significa salud ni todo sufrimiento es signo de patología. La riqueza económica no es proporcional a la salud mental de quien la posee, así como tampoco la pobreza material es indicadora de patología, ni mucho menos. Creer lo anterior no sería más que otra de las tantas distorsiones propias del economicismo hecho religión, tan propio de los tiempos que corren.
Es sabido que, ante una situación traumática, la salud psicológica no sólo es posible, sino que es más factible que surja con energía inesperada, al dispararse la capacidad humana de potenciar lo mejor (además de lo peor, claro está) para sobrellevar la dificultad extrema.
Hacía muchísimos años que no aparecía en nuestro país el bullir emocional y de pensamiento que hoy presenciamos. El sufrimiento, en algunos casos indecible y sublevante, ha despertado energías anímicas que antes dormían bajo la hipnosis de cuotas y créditos fáciles que, junto a la banalización de la vida, se vendían en el tiempo de la conciencia dormida en el lecho del individualismo sacralizado.
Tareas solidarias
Muertas hoy las idealizaciones y las utopías monetarias, queda la gente. Más allá de lo que parezca, no todos se hunden psicológicamente junto a sus cuentas bancarias acorraladas, sus salarios esquilmados o el violento cambio de hábitos de vida producido por la también violenta economía que vivimos. De hecho, y esto lo tomamos como signo de salud, la acción reparatoria (en este sentido, la Argentina cuenta con una enorme cantidad de voluntarios para tareas solidarias), además del ejercicio ciudadano, la sana autocrítica, la producción de recursos anímicos y comunitarios para atenuar un dolor y frustración que en soledad serían insoportables, son actitudes que hoy están a la orden del día y sin duda sirven para evaluar la salud anímica de un pueblo. Son fenómenos que ya ocurren; no debe esperarse un tiempo futuro, utópico por cierto, para encontrar actitudes de ese estilo.
Que obreros se organicen y se hagan cargo de las fábricas abandonadas por sus dueños formando cooperativas o que los vecinos de diversos barrios de la Capital se organicen para realizar compras comunitarias son sólo algunos ejemplos de actitudes (reproducidas hasta el infinito) que no se limitan a una cuestión pragmática sino que hablan de una potencia anímica puesta en juego a partir de lo que aparece, en primera instancia, como puramente negativo como lo es la crisis. Señalar esto no da cuenta de un voluntarismo de la mirada o un optimismo liviano e ingenuo, sino que responde a la percepción de los millones de actos saludables y generosos que posibilitan la vida social, aun con la crisis como telón de fondo. Este tipo de actitudes, cada vez más abundantes, y que se viven como restitución gozosa de la integridad personal y social, además de su obvio valor práctico son una marca de salud.
Tiempos de zozobra
La salud psicológica y espiritual se genera, no se compra. En este sentido, viendo lo que se está haciendo con el trueque, las alianzas de ayuda vecinal, el mismo bullir de la política resignificada que desea hacer cumplir la ley, y las innumerables situaciones en las que no sólo la queja y la desesperanza, sino también la creatividad, la solidaridad y el coraje salen a la luz, nos permitimos decir: los argentinos estamos ganando en salud mental, aunque esto implica vivir el dolor y zozobra de los tiempos que corren.
Hay ocasiones en las que la desesperanza es un lujo de quienes aún no llegaron al límite. Más allá de ese límite, aparecen elementos psicológicos y anímicos que generan una realidad diferente, que nos permiten decir que la salud de los argentinos ha mejorado. Salud , según el diccionario, también significa "salvación". La enfermedad económica y política de la Argentina, tan visible, por cierto, no impide su salud, su salvación.
Sin mesianismos, tejiendo con humildad nuevas potencialidades que surgen del dolor que enseña y del redescubrimiento de la solidaridad como capital inconfiscable, es importante percibir que la dimensión potente y saludable existe, en convivencia con la tragedia actual, y marca su paso en silencio.
Cada día, a veces sin siquiera percibirlo a conciencia, millones de personas se encuentran con la real dimensión de su valor y despiertan a nuevas realidades, trascendiendo, incluso, sus propios defectos y desesperanzas.
El autor es licenciado en psicología.