Uno de los descubrimientos más interesantes que hemos hecho en el Programa de Salud Mental Barrial es que lo público no sólo no está reñido con lo íntimo, sino que, en ocasiones, lo favorece.
Quienes hayan estado en los talleres en los que se comparten experiencias de gran intensidad, sabrán del clima que se vive en esas circunstancias, aún con gente que no es conocida previamente.
Son centenares las veces en las que hemos escuchado acerca de la sorpresa de aquellos que han podido abrirse en un taller, compartiendo situaciones que nunca antes habían podido ventilar, aún con los seres queridos. La sorpresa tiene varios aspectos, uno de los cuales tiene que ver con el hecho que, para poder decir lo que se deseaba decir, no hizo falta pedirle un certificado de compañerismo a los presentes ni amurallar el recinto en contra de infiltrados que dañaran la privacidad de la experiencia.
La posibilidad de hacer pública una circunstancia individual (tormentosa o no) dentro del PSMB se da, generalmente, en un clima íntimo, de esos que a priori se consideraría solamente posible entre cuatro paredes, es decir, sólo posible dentro del mundo de lo privado (supuesto garante de confiabilidad de la experiencia), lejos de la mirada de otros y lejos, también, de la luz del sol.
Los talleres suelen generar un clima lindo, de confianza y apertura. Sin embargo, nadie diría que esa confianza y la lindura del clima se deban a que la experiencia es patrimonio de unos pocos, en desmedro de muchos otros, como sí ocurre con cierta concepción de lo privado.
Es que, cuando las conductas de todos son abiertas y se realizan a la luz de la mirada de la comunidad, sale lo mejor de las personas abiertas a esa confianza. Esa dimensión publica de las situaciones humanas se da en un espacio que es amado por sus protagonistas, los que saben que son ellos los que cuidan la calidad de su experiencia. Ellos son los dueños de ese espacio, el espacio de todos.
El eje de la cuestión pasa por la ética del programa, es decir, por los valores a partir de los cuales funciona. Si alguien viene con otro tipo de valores para testimoniar las situaciones humanas que se comparten en los talleres (una mirada de intruso para echar a rodar rumores, por ejemplo), se pierde la fiesta y queda afuera. Es como quedarse en casa mirando con el largavista la fiesta que se ofrece en la plaza del pueblo, o, si se quiere, es como elegir la pornografía por Internet a la experiencia del amor en vivo y en directo.
En los últimos tiempos hemos percibido cómo, por ejemplo, la exposición de la vida personal se transforma en forma de ganarse la vida de algunos (lo he visto en la televisión, por ejemplo). La mirada carroñera está atenta al chisme, se mira con ojos vampíricos el acontecer vital del otro y se tratan como mercancía las situaciones aún más sagradas. Más que intimar con la vida del compañero, se penetra pornográficamente en ella, se la cosifica y se la empaqueta para ser vendida.
Más que achacarle ese desmán a lo público de la mirada, deberá achacárselo a la procacidad de quienes no saben intimar y, por tal motivo, asaltan esa dimensión sagrada con ojos de saqueador.
Cuando en un grupo la gente comparte en nombre de la salud, nos vemos como personas y esa mirada abre a la confianza y, por lo tanto, a la intimidad.
Es allí cuando escuchamos acerca del miedo al dolor de alguien que fue herido por una pérdida, de la soledad de domingo de un hasta ese día ilustre desconocido o del terror de una persona que, aún con vergüenza, puede decir que duerme con la luz encendida más allá de que, a su edad, debiera ya haber descubierto que el cuco no existe. Esos testimonios son íntimos...y públicos. El que quiere mirar pornográficamente o chismosamente la escena, queda afuera y...allá él.
Tato Pavlovsky decía, años atrás, que lo obsceno se da sólo entre cuatro paredes. Lo dijo en una de aquellas antológicas jornadas críticas que teníamos en el PSMB. Se refería a cómo cuida y sana la mirada comunitaria, esa mirada que intima y nutre las vivencias con su amplitud de perspectivas, enriqueciéndola, vitalizándola, no degradándola como si fuera carroña.
Cuando veo que se llama de mirada pública a la que degrada lo que ve (la pornografía está en la mirada de uno decía Fabián Polosecky, un periodista que se extraña), no puedo menos que sentir bronca y tristeza por lo que se pierden y pretenden hacer perder aquellos que creen que solo tras una muralla privada se resguarda la calidad y, peor aún, la sacralidad, de las experiencias.
Irse abriendo, con el ritmo de uno, el de la propia intuición, en un espacio público e íntimo, es una experiencia que vale la pena investigar, viviéndola. A su vez, es una vivencia a la cual se cierran aquellos que sienten que es lo público lo que expone mal a las personas. Cuando hay confianza, decimos lo que tenemos que decir sea como sea. Y en lo que confiamos en el Programa es en la comunidad y en los valores que la convocan, no tanto en las personas individuales que están allí. Esa confianza en las personas se da, cuando se da, por gozosa añadidura.
El espacio público ayuda a que estemos despiertos, a que sepamos que siempre hay testigos que nos dan un marco de referencia para nuestros actos, permite que nos cuidemos los unos a los otros. Los ladrones prefieren robar a la noche, no a la luz del día, a la luz de lo público. Ellos saben por qué.
Que lo público y lo íntimo vayan de la mano, nos permite salir de la cueva, nos reconcilia con la vida vecinal, nos permite potenciarnos con los otros. A su vez, nos libera de miedos a lo oculto, a lo inconsciente, a lo corrupto que se da entre bambalinas.
El Programa de Salud Mental Barrial propone lo público, en sentido profundo y no sólo ligado a lo estatal, como fuente de Salud. Pretendemos honrar ese valor con la vivencia de lo común como lugar en donde la persona se hace plena, es decir, la persona se plenifica en Salud, en Libertad, a través de su comunidad.
Fuera de esa dimensión, en un mundo en el que hasta se pretende privatizar el alma de las personas, queda poco ya por hacer.
Prendamos la TV, veamos a , por ejemplo, Moria Casán y veremos lo que queda de nosotros puestos a ser objetos de consumo en el circo inmisericorde, esa carnicería privada de vecinos, en la que solo hay espectadores, no personas. Esos mirones o los que se ofrecen como mercancía nada saben de las delicias de lo íntimo, de la potencia de lo público y de lo lindo que es ser escuchado y escuchar a los compañeros, siendo coprotagonistas, no meros mirones, ladrones de la vida ajena, exiliados del barrio de los vecinos potentes que comparten para mejorar su calidad de vida, agrandando el alma.
Miguel Espeche